En el nivel inicial no se califica a lxs estudiantes con escalas numéricas ni se les toman pruebas para decidir si “pasan de sala”. Es una característica de la evaluación en el jardín: es puramente pedagógica y no necesita ni se propone cuantificar resultados. Por eso no pasa lo que tanto desvela a otros niveles: que la evaluación “patologiza” las prácticas de enseñanza y hace que lxs estudiantes tengan más ganas de aprobar que de aprender.
Nacemos con una capacidad innata para aprender, de niñxs estamos habidos por saber, todo es una sorpresa, a cada paso un mundo nuevo nos llama y nos invita a aprehenderlo, y así surge la edad de los “por qué” incluso, sin las recalcitrantes leyes de la gramática con su séquito de sintaxis, morfologismos, coherencias y cohesiones ya aprendemos el idioma materno y sabemos que es el lenguaje, como funciona y que significan las palabras, sin libros especializados ni especialistas de turno, sin tareas, actividades ni refuerzos extras y fundamentalmente sin exámenes ni calificaciones, es decir sin presiones. Y es natural (y tal vez sea esto lo que ha perdido – o nunca a sabido tener la escuela) lxs niñxs están rodeados por un mundo de habla, el mundo de la comunicación humana. En algún punto ellos quieren más que nada dominar su mundo. La lucha de un/una niñx por aprender a hablar es una épica llena de determinación y persistencia. Afortunadamente la sociedad no insiste en que lxs niñxs vayan a clases de hablar. Claro, si lxs niñxs de un año fueran a la escuela probablemente habría clases de hablar y para colmo parceladas en ciclos cada uno con sus respectivas graduaciones, junto con una tonelada de nuevos “desordenes del habla”, esmerados especialistas, habidas editoriales (por acaparar el mercado, se entiende), metodologías nuevas luchando contra las viejas, Infaltables diseños curriculares y las consabidas certificaciones con sus correspondientes “doctores del saber”, que examinan a todxs sus pacientes por igual pero que los clasifican (o mejor dicho “estigmatizan”) en aptos o ineptos según sus justos criterios o conveniencias.
Y es que en nuestro pensamiento profesional anida aún la creencia especialmente condicionada por ciertos intereses sociales, políticos, económicos y de clase, que sin calificaciones nadie aprenderá en la escuela. Pero, ¿es posible una escuela libre de exámenes y certificaciones? ¿Cómo medir el rendimiento entonces? Es más ¿es posible medir dicho rendimiento? ¿Qué sucedería si a la hora de calificar a alguien dejamos de lado su situación de clase, sus situaciones económicas o familiares, sus gustos e intereses, sus proyectos y modos de concebir el mundo, en fin su historia de vida? A esta altura ya sabemos que se evalúa el proceso y no el resultado final, aunque nuestros exámenes sigan empeñados en demostrar lo contrario; ¿acaso un proceso no está atravesado por el pasado y el presente que modelan la subjetividad del sujeto a evaluar, variables que escapan y trascienden las cuatro paredes del aula y que, entre otras cosas, condicionas las formas y modos de habérselas con su trayectoria escolar? ¿Un número, una letra o dos pueden sintetizar el resultado de un proceso, es decir de una historia de vida? ¿Cuándo empieza y termina un proceso? ¿Se puede medir a todxs con la misma vara?. Y las preguntas que no cesan: ¿No estaremos confundiendo evaluar con examinar? Para ser más preciso ¿Es un examen una evaluación?¿Que evaluamos cuando evaluamos?..Para profundizar en el tema en cuestión e intentar responder o por lo menos problematizar algunas de estas preguntas pongo a disposición, como material de reflexión y discusión, un documento elaborado por el pedagogo y filosofo español Paco Espadas donde se abordan estas y otras razones.
ENSEÑAR Y APRENDER SIN CALIFICACIONES NI CORRECTIVOS NI CONTROLES.
Razones que aporto contra la calificación (expresión última de la evaluación acreditativa):
1ª) La calificación resuelve por eliminación los problemas del aprendizaje.
No es cierto que con las calificaciones estemos atendiendo las necesidades de aprendizaje de nuestrxs estudiantes Controlar, etiquetar y seleccionar (fin último de la calificación), no resuelve el problema de la diversidad de ritmos e intereses en el aprendizaje; ni el de los estilos cognitivos; ni el del significado de los contenidos y prácticas escolares; ni el de las agrupaciones y tiempos más adecuados para el estudiantado.
Invertir tiempo y esfuerzo en perfeccionar la calificación como instrumento de detección del “rendimiento”, del “nivel” o de los “resultados” de nuestrxs estudiantes con vistas a la discriminación de los incapaces respecto a los capaces, de los buenos respecto a los malos, de los esforzados respecto a los cómodos, puede ser eficaz como medio de control social, pero resulta inoperante como fórmula para mejorar la enseñanza y el aprendizaje.
2ª) La cultura de la calificación eleva a categoría pedagógica el conocimiento más anecdótico.
Una evaluación concebida por y para los resultados convierte el proceso de enseñar y aprender en un trayecto circular que se dirige hacia la propia evaluación: lo significativo, lo importante, lo que merece la pena enseñar y/o aprender es precisamente lo que las pruebas estandarizadas requieren...porque es lo único que pueden detectar. Nadie puede negar que lxs profesorxs , por efecto de la cultura de la calificación, exigimos en nuestras clases pruebas, actividades y tareas cuya finalidad manifiesta no es el aprendizaje (relevante, funcional, útil) sino su virtualidad calificadora (fáciles de puntuar, eficaces para detectar lo-que-no-se-sabe...)
3ª) Calificar perjudica el proceso de enseñar y aprender Dice Frank Smith en un delicioso libro de ensayos (Cómo la educación apostó al caballo equivocado) que la escuela padece el mal de la desconfianza: lxs profesorxs desconfían de que lxs estudiantes vayan a aprender y lxs administradorxs de que lxs profesorxs vayan a enseñar; por eso, ambos sienten que su deber es controlar a cada paso. Quizás sea de esta semilla de mutuos recelos de donde esté floreciendo la generalizada obcecación – que responde más a intereses de mercado que a planteamientos educativos – por impedir entre todos que “la Sociedad” (léase el mercado laboral y las empresas) reciba de las escuelas productos defectuosos. A mi juicio, evaluar no es controlar, no es seleccionar; no es, por tanto, calificar. Es más, pienso que la calificación, al mostrar el poder sancionador que el sistema tiene sobre los individuos, entorpece enormemente la enseñanza y el aprendizaje: el estudiantado aprende a percibir que sus actuaciones son vigiladas y sometidas a un juicio del que depende en gran medida su futuro. Poniendo su corazón y su inteligencia en las notas, llega a comportarse – y hasta a pensar – como cree que se espera de él/ella y no como realmente es y siente. La calificación hace de nuestras aulas un teatro donde estudiantes y profesorxs consentimos forzadamente en representar nuestros respectivos papeles de acusados y jueces, de peatones y semáforos, y nos vemos incapaces de realizar lo que supuestamente nos corresponde y nos interesa: enseñar y aprender en un ambiente de mutua confianza.
4ª) La calificación resulta absolutamente ineficaz como «disuasión» e inadmisible como castigo.
Hay algo que, por obvio, a veces se olvida: para lxs estudiantes es obligatorio asistir a la escuela hasta los 18 años (afortunadamente contra muchas de sus preferencias). Pues bien, la sanción en forma de correctivos no sólo no acelera el proceso de salida de las aulas sino que, si se les crean falsas expectativas al respecto, estimula las conductas negativas de quienes quieren abandonarlas lo antes posible. Sancionar al final del proceso con la negativa a ofrecer un título, se convierte en un acto de venganza injustificada a la vista del escaso o nulo poder de disuasión que esta amenaza tuvo en el pasado y en un castigo añadido si consideramos suficiente pena el magro “salario cultural” que lxs estudiantes menos interesadxs se cobraron tras su paso por las aulas.
Una alternativa
1).Entender que la enseñanza es un derecho natural y, por tanto, universal y absoluto (que no se reconoce únicamente en determinadas circunstancias, ligares o para determinados/as estudiantes – quienes se muestran interesadxs, quienes lo desean, quienes cursarán estudios superiores… –). Aceptar que tiene una finalidad en sí misma: no es exclusivamente instrumento para logros posteriores (acceso a otras etapas o niveles del sistema)
2) Considerar la evaluación como una tarea para comprender y mejorar, en este caso, el proceso de aprendizaje de nuestrxs estudiantes, en vez de cómo un instrumento de sanción, de selección y promoción.
3) Considerar que, no obstante, el principal asunto de la evaluación no debería ser el estudiantado sino la práctica docente. En todo caso, evaluar a nuestros estudiantes tendría algún valor si y sólo si con ello fundamentáramos un juicio profesional que ayudase a que las decisiones que sólo ellos, ellas y sus familias pueden tomar sobre su futuro no resultasen arbitrarias, precipitadas o inconveniente, al tiempo que con ella contribuyéramos al desarrollo de nuestras propuestas educativas al descubrir nosotrxs el impacto que están teniendo sobre ellxs. Si la realidad nos impone condiciones incompatibles con lo anterior, siempre es preferible buscar fórmulas imaginativas para solventar la exigencia burocrática de la calificación que asumir ciegamente el papel de jueces sin disponer de una instrucción rigurosa del sumario
4) Convertir la evaluación en una tarea compartida y consensuada entre profesorado, estudiantado y familias. A mi juicio, sería conveniente que el estudiantado y sus familias tuviesen voz y voto en el proceso evaluador (criterios, objetos, planificación de estrategias, análisis de datos, valoración de los mismos), es decir, que debería considerarse su visión de los hechos en igualdad con la del profesorado.
5) Basar la evaluación en la recopilación de datos múltiples y variados a través de la utilización de técnicas flexibles y adaptables al contexto (entrevistas, observación, cuestionarios, análisis de tareas y producciones escolares...), no en pruebas, controles o exámenes. Si se utilizan este tipo de pruebas como instrumentos de evaluación, deberíamos despojarlas de su carácter «sumario» (pactando con los alumnos el tipo de preguntas, los tiempos de realización, la posibilidad de usar materiales de consulta y de recibir ayudas...) y, sobre todo, deberíamos esforzarnos para que estos instrumentos hagan crecer la imaginación y el pensamiento de nuestros alumnos y alumnas y no se queden en tareas cansinas y rutinarias que son muy fáciles de corregir objetivamente pero cuya pertinencia educativa es muy difícil de defender.
6) Independizar en la práctica la evaluación de la calificación, abandonando el empeño de buscar fórmulas (imposibles) para traducir una a otra con el propósito de comparar, suspender o promocionar. Es importante entender la calificación como lo que es, un ritual burocrático que sólo esconde una verdad: que el sistema tiene poder para seleccionar a los individuos. Después, actuar en consecuencia.
7) Y sobre todo: entender que la evaluación no es un fin en sí mismo sino un medio al servicio de la educación. Parafraseando al filósofo Wittgenstein, la preocupación por la evaluación debe ser como la escalera que se abandona una vez alcanzado el lugar al que se pretende subir. Hay que preocuparse mucho más por la educación que por la evaluación.
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